Mis palabras
perdí,
por vivenciar
con el cuerpo.
Más tarde las
recuperé,
pero ya no era
el mismo.
Mi torso cobró
vida,
me digo,
aunque
sonriente sospecho que ya la tenía.
Di pasos de
antílope,
marché erguido,
mi pecho lució desafiante.
Miré con ojos
de halcón.
Mis pupilas
crecieron
al ritmo de mis
ideas,
y por un
segundo de ellas
vos dejarías de
bailar.
Si te contara
lo que vi,
en el fondo me
creerías.
Hombres y
mujeres ardientes.
Eso somos.
Voladores,
planeamos, caemos
elegantes,
y volvemos a
flotar.
No es que no
pensemos:
simplemente no
dudamos.
Nuestros
cuerpos ya saben qué hacer.
Al caer,
sentimos el suelo
más enérgico y
confiable,
más
satisfactorio e inevitable.
El cielo sopla
su frío nocturno
y nos refresca.
Le sonreímos
con gratitud.
Al abrazarnos
inauguramos una
nueva unidad,
pero no la
podemos nombrar,
porque no es
necesario.
Nada nos
obsesiona,
Nada opera de
manera enfermiza en nuestros nervios.
Lo que ocurre,
lo hace probablemente por algún buen motivo.
Y lo que no,
simplemente no ocupa nuestra agenda.
Tal vez sea el
tiempo el único empecinado en seguir corriendo.
Pensar, reír,
hablar y bailar:
ya no son los
capítulos de una narrativa lúdica,
sino solo las
manifestaciones de un juego sin interrupciones,
sin estrategia,
sin reglas, sin plan.
Cuando la noche
termine,
si es que lo
hace,
hay algo que
querría decirte.
No tengo claro
qué es,
aunque ahora
tampoco importa.
Forjemos una
unidad,
lo
demás puede esperar.